martes, 18 de septiembre de 2007

Baltasar de Cordes


Baltasar de Cordes había tomado el mando de «La Fidelidad». Ignorante de lo ocurrido a los otros barcos, permaneció en los canales de la Patagonia buscando afanosamente salir de esos laberintos escudriñaba el horizonte, tratando de divisar las velas de «La Fe», su nave compañera. No sabía del regreso del capitán Sabald de Weert a Holanda, ni que su tío Simón de Cordes, almirante de la flota, había muerto a manos de los mapuches en la Isla Mocha cerca de Concepción.

Era diciembre de 1599. La tripulación, ya completamente agotada, apenas podía maniobrar. Sólo les mantenía en pie el deseo de salvar sus vidas y movidos por la férrea voluntad de su capitán, no se resignaban a morir en aquellas heladas e inhospitas regiones. Llevaban ya cinco días al amparo de una ensenada, cuando un fuerte viento los empujó por islas y fiordos desconocidos. Fueron arrastrando el ancla para evitar un desastre, hasta llegar al Pacífico. Allí una tempestad los llevó raudamente a lo largo de la costa de Chiloé. El piloto Antonio Atoine, o Antonio el Negro como le llamaban sus compañeros logró salvar al barco y su tripulación.

Navegaron hasta alcanzar el extremo norte de la isla de Chiloé donde buscaron un puerto para recalar. Desde tierra fueron avistados por los indios huilliches de Lacuy, que vieron que la arboladura y el cordaje de esta embarcación eran diferentes a las naves españolas. Y cualquiera que no fuera español, era un aliado. En piragua se acercaron a los holandeses dando señas de amistad. Para los holandeses los indigenas significaban la posibilidad de conseguir víveres frescos y agua.

Cuando los huilliches subieron a bordo le obsequiaron cuentas, espejos y otras fruslerías. Hablaron en castellano, idioma que conocía Baltasar de Cordes. La comunicación fue fácil y los holandeses les regalaron cuchillos y lanzas, armas que vencieron su natural resistencia. Después los piratas bajaron a tierra. Hacía más de diecisiete meses que habían zarpado de su país, y la mayor parte del viaje se alimentaron de mariscos, pescados y carne conservada en sal que llevaban en la nave. Los indios trajeron carneros, vacas, aves, maíz y verduras. Baltasar de Cordes averiguó que tres renegados españoles vivían entre los huilliches, y poco después comparecieron unos desarrapados españoles cuyos rostros no podían ocultar su calidad moral. Declararon haber pertenecido a la guarnición de Osorno, y que habían desertado a causa de los ataques de los huilliches que sitiaban la ciudad haciendo perecer a sus habitantes por hambre. A cambio de su ayuda, ofrecieron dar información sobre las fuerzas, recursos y posiciones de las tropas que defendían Chiloé.

Los renegados informaron que en la isla de Chiloé existía una bahía resguardada de los vientos, donde se hallaba la ciudad de Castro. Su posición era estratégica, ya que constituía el varadero obligado de todos los barcos que cruzaban el Estrecho. Allí el corsario podía hacerse de un rico botín y de abundante provisiones. A Baltasar de Cordes se le presentaba la oportunidad de apoderarse de Castro. Mientras él se dirigía allí por mar, los indígenas al mando de los renegados se acercarían por tierra para tomarla entre dos fuegos. La alianza de los corsarios con los indios era imposible de mantener en secreto. Ruiz del Pliego, gobernador de Castro, encargó al capitán Martín de Uribe que recorriera la costa con treinta jinetes, mientras construían una empalizada para defender la ciudad. Y mientras se hallaba en esos preparativos, llegó el cura Pedro Contreras Borra, a contar que una india le había avisado que los corsarios navegaban hacia Castro. El corregidor ordenó que toda la población se guareciera en el fuerte. Permanecieron despiertos durante la noche esperando la llegada de los corsarios, y sólo al amanecer, divisaron las velas de «La Fidelidad» que entraba en la bahía, y pudieron observar que los corsarios no venían en son de guerra, sino luciendo banderas y gallardetes, y saludaban con toques de clarin y otras señales amistosas.

Al encontrarse el barco a suficiente distancia como para ser escuchados, Baltasar de Cordes llamó a grandes voces, pidiendo parlamentar con las autoridades del puerto, y rogó que enviaran a alguien a bordo de su barco para que se impusiera de sus intenciones amigables. El corregidor reunió a los vecinos y les consultó sobre la situación. Hubo unanimidad en enviar a uno de los oficiales a conocer las intenciones de los «ingleses». El enviado debía averiguar no sólo sus intenciones, sino también su poderío guerrero. Ruiz del Pliego designó al capitán Pedro de Villagoya, respetado vecino de la ciudad, para que subiera a bordo. Villagoya fue recibido con gran cortesía. El corsario le trató con mucha deferencia y le hizo numerosos presentes. Le invitó a su propia cámara y ordenó traer bebidas y refrescos. Después, en larguísima conversación, le refirió los pormenores de su azaroso viaje a través del Estrecho. Le confidenció que su intención era continuar a las costas de Asia, donde podían intercambiar mercaderías que, a su vez, venderían a su regreso a Holanda.

La elegante presentación de este joven holandés de veintidós años, sus bien cuidados modales, la sinceridad que demostraba al hablar de las penalidades soportadas en el Estrecho, y la seguridad de que se encontraba solo y errante por aquellas inhóspitas regiones, conquistaron el espíritu del capitán español. Villagoya vio a un muchacho indefenso separado de sus compañeros, que por los azares del destino se había convertido en capitán inexperto de una tripulación diezmada y agotada. El holandés terminó de convencerlo, cuando le aseguró que por ser católicos y amigos de los españoles, fueron perseguidos en Rotterdam, que habían partido en busca de un nuevo destino fuera de su patria, trayendo estas barcas llenas de mercaderías, sin más armas que las necesarias para defenderse de los piratas ingleses, o aquéllas que podían comerciar.

Pero el ingenuo capitán no supo que el pícaro había ordenado esconder los cañones, salvo los de proa, y ocultar los mosquetes de los tripulantes, que se mostraron sumisos y abatidos. Ya en la noche, en medio de festejos y atenciones, de Cordes confidenció a Villagoya que los indios de la isla le habían ofrecido doce almudes de oro y todos los despojos de la ciudad, si les ayudaba a saquearla. Y le sugirió que podían aliarse para repeler a los naturales y someterlos en definitiva. Él sólo necesitaba legumbres, bizcochos y treinta vacas hechas cecinas, para continuar su travesía.

Villagoya regresó a la ciudad convencido de las buenas intenciones del holandés y transmitió sus proposiciones al corregidor, abogando en su favor. El cabildo escuchó las noticias, y se convenció que era de toda conveniencia acceder a sus peticiones porque aquello reportaría grandes beneficios. El trueque de productos frescos por artículos que necesitaban con urgencia, era una bendición caída del cielo. Todos aceptaron, y el escribano tomó acta de la decisión del Cabildo. El corregidor autorizó a Villagoya planificar con Cordes la forma de defenderse de los indios, y aprovechó de enviarle algunos obsequios. El holandés le recibió con mayores atenciones que en la víspera. Y, entre agasajos y conversaciones, le reveló que los aborígenes le pidieron que él atacara la ciudad por la costa, mientras ellos lo hacían saliendo de los bosques que rodeaban la ciudad. Cordes dijo que había tenido que fingir aceptar ese plan para lograr ayuda cuando recaló en puerto Lacuy. Los huilliches esperaban que se produjera el combate y quemara un rancho de la costa, que era la señal. El corsario aventuró una proposición. ¿Por qué no simular una lucha entre ellos, para así coger a los indios entre dos fuegos? Esto escapaba a la autoridad de Villagoya, pero era tanta su candidez, que reveló al corsario que no tenían pólvora ni balas.

De Cordes rió para su interior, satisfecho, y para terminar de ganarse su confianza, le entregó una botija de pólvora y mil balas de arcabuz. Cuando el capitán regresó a tierra y mostró la ayuda del holandés, todos cayeron en el lazo. Al amanecer, el corregidor ordenó quemar un rancho de la playa y disparar siete mosquetazos, que fueron respondidos por cuatro del corsario. En esta forma se inició el simulacro de combate que habían convenido. Villagoya volvió al barco para arreglar los últimos detalles, pero el corsario había decidido sacarse la máscara y le hizo prender, con el pretexto de que había incendiado un rancho fuera de la ciudad, y no dentro de ella como era el acuerdo. Enseguida, desembarcó a la tripulación con instrucciones de reunirse en cierto lugar de la playa, y envió a Antoine el Negro con la petición de que el Corregidor enviara a seis de sus mejores capitanes, a fin de concertar el plan de ataque fuera de la vista de los indios. Antoine no era el mejor embajador, pues su presencia dejaba mucho que desear. De mediana estatura, anchísimo de hombros y brazos musculosos, no podía ocultar en su fea cara y torva mirada, el aspecto típico del viejo bucanero.

Articulo publicadoen: http://www.cervantesvirtual.com