martes, 18 de septiembre de 2007

CUANDO BALTAZAR DE CORDES INCENDIÓ CASTRO


Castro no tenía más de sesenta casa en mayo de 1600 cuando Baltazar de Cordes llegó a Chiloé.Los españoles estaban tan convencidos de la buena fe de los holandeses, que vieron en su desembarco la certidumbre de un gran auxilio. El corregidor no trepidó en enviar a seis de sus oficiales más escogidos. Mas, en cuanto se presentaron en el lugar donde les esperaba de Cordes, éste ordenó que los degollaran. Y antes de que los capitanes desenvainaran los aceros, se encontraron con los cuellos tronchados. Después de tamaño crimen, de Cordes caminó tranquilamente hasta la ciudad para seguir representando su papel. Llegó en el mismo instante en que se vio aparecer, por el otro costado, una gran cantidad de naturales dispuestos al ataque.

Le dijo al corregidor que había cambiado sus planes, en vista de que quemaron, equivocadamente, un rancho fuera de la ciudad y no dentro de ella como estaba convenido con los indios. Y como éstos eran en extremo desconfiados, la única manera de engañarles y convencerles de que había apresado a los españoles, era haciendo que todos ellos entraran a la iglesia y permanecieran ahí, hasta que comenzara el combate contra los indígenas para en ese momento salir y atacarlos por la espalda, apoyados por los capitanes que se hallaban con su tripulación. Ruiz del Pliego no podía imaginar que este joven de tan buenas maneras y elegante presencia, era un refinado asesino. Y dispuso que todos, hombres, mujeres y niños, se encerraran rápidamente en la iglesia. Una vez que Cordes vio a los españoles encerrados en la iglesía del pueblo hizo señas a los indios para que acercaran. Estos seguían persuadidos de que el holandés estaba actuando de acuerdo a lo convenido. Llamó a los más principales y les llevó a un lugar apartado. Allí les hizo acuchillar con extrema ferocidad y en completo silencio. Luego repitió lo mismo con el resto, hasta no dejar vivo a ninguno de los que se hallaban cerca. Después de la matanza, envió a Antoine el Negro a la iglesia, para que hiciera salir a los hombres de uno en uno, y los fueron asesinando pérfidamente. Pero quienes se encontraban dentro escucharon quejidos y se alertaron. El cura Contreras Borra, que estaba orando de rodillas frente al altar, cogió una enorme trizona y arremetió contra los piratas que penetraron al santo recinto. Una de las mujeres, doña Inés de Bazán, natural de Osorno y viuda del capitán guipuzcoano Juan de Oyarzún, se sumó a los pocos hombres que quedaban para resistir con las armas en la mano. Pero la masacre fue completa. Sólo perdonaron la vida a las mujeres, no por compasión, sino para que fueran pasto de sus deseos. Y después de encerrarlas, se entregaron a la más espantosa borrachera con el vino y aguardiente del Perú encontradoal saquear la ciudad.

Mientras estas atrocidades ocurrían en Castro, un grupo de veinticinco españoles al mando del capitán Luis de Vargas regresaba de un largo patrullaje. Desde lejos divisaron las llamas que consumían gran parte de las viviendas. Por los habitantes que lograron huir de la degollina se impusieron del drama que había vivido la plaza durante la víspera.

Luis de Vargas despachó un mensajero al coronel Francisco del Campo, que se hallaba en Osorno, y comenzó a urdir un plan para atacar a los piratas y liberar a las mujeres y sus niños. Escogió a uno de sus hombres, el soldado Torres, y le ordenó que fuera a la ciudad y simulara ser un renegado que deseaba pasarse a los holandeses. Debía averiguar si habían desembarcado cañones, y si fuese así, intentar inutilizarlos para que no les hicieran daño en el ataque nocturno que pensaban realizar.

Torres llegó hasta las casas y se encontró con doña Inés de Bazán que había logrado escapar, aprovechando la borrachera de los piratas. En la oscuridad de un zaguán, le informó de los planes del capitán Vargas y de la misión que le había encomendado.

Doña Inés sabía donde estaban emplazados los cañones. Confundiéndose con las sombras, corrieron sigilosamente hacia los torreones, donde encontraron los atados de cuerdamecha que servían para tronar la pólvora. Los sumieron en agua hasta que quedaron totalmente empapados, y luego, deslizándose a lo largo de la empalizada, repitieron la faena con los otros cañones.

Al amparo de la noche, Luis de Vargas y sus hombres consiguieron acercarse a la ciudad sin ser descubiertos. Dejaron los caballos en un bosque cercano y caminaron silenciosamente hasta las primeras casas. Poco antes de llegar, se toparon con Torres y doña Inés que les aguardaban para señalarles dónde estaban las cautivas, y para informarles de los cañones inutilizados.

Se dirigieron al barracón que servía de improvisada cárcel y observaron que la entrada estaba custodiada por dos corsarios que conversaban distraídos. Sendos golpes sobre sus cráneos, dieron con ellos por tierra. La alegría de las desdichadas fue inmensa y apenas pudieron contener sus expresiones de júbilo y agradecimiento. Luego fueron todos hacia los matorrales donde habían dejado las cabalgaduras. Y mientras las mujeres huían hacia el campo alejándose de la ciudad, Vargas y sus soldados se dedicaron a arrear todo el ganado fuera del pueblo, para sitiar por hambre a los holandeses.

El mugido de los animales alertó a Baltasar de Cordes. Corrió con algunos de los suyos y logró capturar al soldado Torres y a doña Inés, que permanecían rezagados protegiendo la fuga de las mujeres. El pirata estaba furioso y buscó en quien descargar su ira. Ordenó que ahorcaran a Torres en un improvisado cadalso y que continuaran con doña Inés. Cuando ésta se encontraba con la soga en el cuello, el corsario se compadeció. Mas, para dar escarmiento a los que quedaban en la ciudad, dispuso que le aplicaran quince azotes, cuyas marcas permanecieron para siempre en la espalda de la brava española.

Articulo publicadoen: http://www.cervantesvirtual.com