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lunes, 13 de abril de 2009

UNA SEMANA NO MUY SANTA

En los años sesenta cuando usábamos pantalones cortos, y jugábamos al trompo o a las bolitas, y fumar era un delito castigado a golpes de chicote vivíamos en un pueblo donde todos nos conocíamos si no era de vista era de nombre pero uno de otros algo sabíamos. En ese pueblo de doce calles se respetaba contra viento y marea la solemnidad de semana santa, en esos días la gente se vestía de negro en un luto que apesadumbraba a toda la ciudad. En esos años de religiosidad rigiendo la vida cotidiana, durante el viernes santo la gente no realizaba actividad alguna que rompiera la tranquila pesadumbre que invadía al mundo por haber muerto el hijo de Dios, la comida se preparaba el día anterior, en cada casa había un altar con velas prendidas frente a la imagen del sagrado corazón, se hablaba lo justo y necesario, se vivía un silencio de funeral. Nadie se atrevía a realizar trabajo alguno, y las mujeres consideraban malo tejer. Un domingo de resurrección, cuando aun no llegaba por este archipiélago el artificial conejo de huevos de chocolote, a una hora convenida todo el pueblo se reunió en el patio de tierra de la Escuela San Francisco, ubicada en esos años donde hoy se encuentra el terminal de buses interprovinciales, a una cuadra de la plaza de armas. Esa tarde noche de un otoño primaveral, escaso de lluvias, y sin viento, mucho público se había reunido esperando la representación del Calvario de Cristo. Vendían avellanas por jarritos, manzanas confitadas, cachitos de azúcar acaramelada, calugas de café con leche y maní, y aparecían las primeras murtas en los canastos de mimbre de los vendedores ambulantes.
Los jóvenes de la Acción Católica orgullosos se paseaban entre el público disfrazados de Marías, de judíos, de soldados romanos, un Judas Iscariote de falsa barba, un Cristo de sotana blanca en la que aun se notaba la marca del saco harinero Molino Rahue, Osorno. Un Poncio Pilatos pálido, una Magdalena de colorido pañuelo amarrado a la cabeza, y enormes aros de gitana, una llorosa María madre del hijo de Dios. Algunos ángeles inquietos se perseguían para hacerse zancadillas soportando los reproches de beatas y santurrones que consideran impropia de esa fecha tal conducta terrenal. Hasta que como un murmullo que venia en ondas desde una de las salas de la vieja escuela comenzó a oírse un himno solemne, y conmovedor como nunca antes se había oído saliendo desde un tocadiscos.
Sin previo aviso aparecieron los enfaldados soldados romanos de hojota y casco de bombero dando de azotes a un cristo inmutable al dolor de tanto castigo. Cristo que no era otro que Moroco Canales que vivía en calle San Martín casi al llegar al Tejar. Si embargo antes Herodes había sentenciado a muerte a los inocentes por culpa de unos reyes mágicos que sin ilación alguna aparecieron en este cuento antes que Cristo montado en el carretonero caballo del flaco Carozzi apareciera entrando a Jerusalén que estaba subiendo tres escalones a la derecha de un pasillo de la vieja escuela. El coro entonaba el hosanna, luego aparecía el Vía Crucis, y los llantos de las ancianas, si Moroco Cristo era igualito al verdadero y sufría tanto como si en verdad estuviera en el Vía Crucis.
El momento culmine fue la crucifixión cuando en la cruz tendida en el suelo de tierra el Moroco Cristo era obligado a tenderse sobre los maderos, y los malvados soldados romanos simulaban con pesados martillos golpear enormes clavos que se introducían en sus manos para alegría del hipócrita de Caifas y su corte de repudiables sacerdotes judíos que no eran otros que los pichangueros mocosos de la Ramírez, de la San Martín y de Punta de Chonos que obligados por la tradición familiar asistían al catecismo de su Primera comunión o estaban a un paso de aceptar la confirmación.

Oscuro ya era cuando comenzaron a levantar la cruz con el Cristo amarrado a sus sufrimientos. El pueblo desolado, las mujeres ancianas lloraban de tanta lastima por los sufrimientos del cristo verdadero. Allí bajo el alero del techo de tejuelas de alerce, con las tres Marías del cinturón de Orión justito sobre sus cabezas, permanecían las tres cruces, y un silencio enorme abarcaba al público y casi se podía escuchar como un fantasma el corrido mexicano de despedir por Radio Chiloé a los chilotes que en el Navarino se embarcaban para la Patagonia: “Se han clavado tres cruces en el monte del olvido…”
Ahí destacándose en la noche apenas iluminada por las antorchas que sostenían los implacables soldados romanos, tres cruces, Cristo y los dos ladrones que con él fueron crucificados en el monte del Calvario. Era el momento más solemne de la semana santa. Cuando Moroco, en su mejor papel de cristo crucificado, en el momento mas esperado, con palabras lastimeras debía preguntar al cielo: “¿Padre, por qué me has abandonado…?
La cruz comenzó a balancearse, y asustado por esa perdida de equilibrio, Moroco inseguro de no poder soportar una migaja de todo el sufrimiento de Cristo gritó a los cuatro vientos:
¡Sujétenme Ch… de su M…!
Y de una plumada terminó con la santidad de esa semana.

sábado, 12 de enero de 2008

EL FLACO CAROZZI


Castro, calle Lillo esquina calle Blanco. 2007

En la década del ochenta calle Blanco aún abundaba en negocios de distintas clases; tiendas de ropa, tiendas de calzado, ferreterías, y oficinas. Los almacenes más surtidos aun permanecen en calle Lillo. Frente al desembarcadero de “ La Playa ”, en la remodelada plaza del mercado un enorme sacho de cemento parece un artefacto inútil. La gente en botes y lanchas viene desde lugares cercanos a vender sus productos en la feria de calle Lillo. En mesones de madera bajo un techo de planchas de zinc ofrecen sus hortalizas, zanahorias, trigo y otros productos. Allí se amontonan sacos de papas, rumas de cochayuyo, sacos de cholgas, y en el barro de la calle, entre el mar y las cocinerías, se estacionan los carretones a la sombra de una enorme bodega de lata que era el Mercado Municipal.

Uno de los carretoneros de esos años, era el “Flaco Carozzi” que vivía cerca de las Canteras, en Gamboa Alto, y desde lunes a sábado bajaba por el camino de las antenas, cruzaba el puente, y entraba a la ciudad conduciendo su carretón arrastrado por un desventurado caballo de trote lento. A duras penas bajaba por calle Blanco e iba a instalarse en la feria de calle Lillo, en las mañanas, y cerca del desembarcadero del final de calle Blanco, en las tardes.

A mediodía subía la cuesta con su carretón cargado de sacos de papas que habían comprado las dueñas de casa, y el “Flaco Carozzi” se encargaba de ir a dejar casa por casa; sin equivocarse de cual saco pertenecía a tal persona. Porque no era cosa de ir y llegar a tirar un saco de papas en la bodega de una casa. Las papas debían ser la misma que había comprado la dueña de casa; corahila, pie, lengua de vaca, chayaguana, chauque, natalina. Si se equivocaba al día siguiente en el desembarcadero el reclamo era a grito limpio. “Flaco de moledera, te equivocaste, y me diste un saco cambiao…”, y además de perder una clienta debía soportar las risas y burlas de los otros fleteros.Castro calle Lillo frente al Mercado Municipal. 2007

Los fines de semana, los días de fiestas patrias, glorias navales, día de la raza, y otros feriados, Alberto “Carozzi” Vargas los dedicaba a la afición de toda su vida: Las carreras de caballos. En los días de carreras se le veía apostando a las patas de los caballos; en la cancha del aeródromo, en Gamboa, en Quilquico, en el Parque Municipal, lanzando desafíos y buscando rivales que se atrevieran a correr contra su caballo que no ganaba nunca. Cierta vez que perdió por una distancia considerable, para consolarlo sus amistades le dijeron: “Si le hubieras dado dos guascazos más a tu caballo, es seguro que ganabas”.
En las carreras del Parque Municipal era infaltable “Carozzi” con su sombrero destartalado equilibrándose en su “cabeza de aguja”. Sobrenombre que lo sacaba de sus casillas. Se paseaba en su caballo calambriento, resaltando a gritos las bondades que no tenía. Amenazaba ganar levantando una caja de vino matapenquero, contrastando su larga figura huesuda contra el verde oscuro de los boscosos montes del horizonte lejano, parecía un Quijote cuyo yelmo de Manbrino era un arrugado sombrero viejo.
Se cuenta que cierta vez llegó hasta Queilen a hacer correr su malogrado caballo, y por esos lados también llegó un grupo de amigos y vecinos de Alberto “El Flaco Carozzi”, en Gamboa Alto. “Carozzi” emocionado hasta las lagrimas porque iban a verlo correr las amistades de su barrio; se abrazaba al “chueco” Miranda, diciéndole: “Apuesta tu casa hijo, apuesta tu refrigerador, tu tele, tu radio,… apuesta todo no mas que esta carrera la tengo ganá…”; y esos jóvenes, amigos y conocidos del “Flaco Carozzi” fueron los únicos testigos de una de las pocas carreras de caballos ganadas por Alberto Vargas que un año del noventa falleció en la indigencia, en el Hogar de Cristo.

Castro, calle El Tejar, bajada hacia la Pedro Montt, calle de palafitos. 2007