lunes, 14 de enero de 2008

TRABAJADORES SALMONEROS DENUNCIAN



Los trabajadores denunciaron ante representantes diplomáticos que en la factoría que Mainstream mantiene en Calbuco, al sur de Puerto Montt, “no se respetan el cumplimiento de la normativa respecto a las enfermedades profesionales, existen baños en malas condiciones y son muy pocos. En la planta de proceso de Calbuco tenemos 4 inodoros para soportar a 300 trabajadores en temporada baja y hasta 500 trabajadores en temporada alta”.

Además las “vías de escape no aptas, hay hacinamiento en el casino y no se están ejecutando los ejercicios compensatorios que recomendó un estudio realizado por la unidad de ergonomía de la Dirección del Trabajo”.

Los obreros denunciaron además que los “empresarios no entregan copias de los contratos a los trabajadores, muchos de estos contratos que firman los trabajadores quedan con fecha de termino en blanco, con lo cual se han registrado una serie de despidos con la causal ‘termino de contrato’”.

Los trabajadores señalaron que Mainstream no está entregando los equipos y ropa de seguridad adecuada. “Varios trabajadores usan guantes que están en mal estado, reparados de mala forma o son de baja calidad, lo cual aumenta el riesgo de accidentes o de contraer enfermedades profesionales”.

Agregan que “de diferentes formas los gerentes locales de Mainstream intimidan a los trabajadores y dirigentes, señalándoles que no expresen sus pensamientos, no realicen denuncias o no informen acerca de las irregularidades que ocurren en esta empresa”.
Los trabajadores de las industrias salmoneras viven un clima de inestabilidad laboral y carente de beneficios sociales (...) De acuerdo con un informe de Coral Pey, directora ejecutiva de la Alianza para un Comercio Justo y Responsable (ACJR), realizado en 2005, dos años antes, en el 2003, las empresas salmoneras emplearon a 45 mil personas –70% mujeres--, de las cuales 80% percibía el salario mínimo. El trabajo en la industria salmonera se realiza de pie. Las mujeres permanecen paradas entre 8 y 16 horas diarias. Las condiciones higiénicas son deplorables, con baños y camarines insuficientes e insalubres. Los comedores son sucios y con altos niveles de toxicidad debido al agua clorada”, reveló un informe.
Los obreros de las plantas procesadoras de salmón trabajan a 12 grados bajo cero (para que no se descompongan los peces), sin traje térmico y hasta usan pañales porque muchas veces no les dan permiso para ir al baño. Las industrias salmoneras en Chile, tratan a sus trabajadores como esclavos.

YO TRABAJO EN UNA SALMONERA

“Las labores en la salmonera marchitan tu feminidad”

Viernes, 20 octubre del 2007
Así titula en su pagina OLACH (Observatorio Laboral y Ambiental de Chiloé) a una nota, donde Jeannette Mancilla Álvarez, vecina del sector de Puerto Fernández y Secretaria General del sindicato Nº 2 de la Planta de proceso de Mainstream de Quemchi, relata su experiencia de ser una trabajadora de la industria del salmón y que sin duda es también la experiencia de cientos de mujeres que trabajan junto a ella. Es por ello que hemos querido compartirlo con ustedes.
Por: Miguel Angel Vera Ulloa
Jeannette Mancilla Álvarez hace 10 años que trabaja en la industria salmonera, incluso en tiempos en que su actual empleador Mainstream era salmones Andes, época cuando también todas las operarias hacían las labores de lavado, recorte, despinado, clasificación, filete y empaque. Experiencia que con el pasar de los años le ha servido para conocer a fondo la complejidad que hay detrás de toda labor dentro de una planta procesadora de salmón.

Hoy abocada a la sección filete, en la planta de proceso de la salmonera Mainstream en Quemchi, comparte su labor con cerca de 70 mujeres en la línea de filete. Diariamente, con ellas por más de 7 horas, realiza un trabajo de pie, repetitivo y extenuante, con escasos 30 minutos de descanso, que según relata “se esfuman entre comer algo y fumar un cigarrillo”.

El cansancio se siente, “al final de la jornada se ve reflejado en el deterioro que sientes en tus pies y manos”, después de tantas horas de luchar una y otra vez con la anaranjada carne del salmón para extraerle las espinas, las que en más de una ocasión han traspasado el guante, calándose en sus manos, ya algo deformadas, por alistar tantos filetes de salmón, listos para vender a algún exigente mercado fuera de Chile.

En turnos de día o noche, asignados cada quince días, planifica su vida, pensando siempre en como le hará para el regreso a su casa, cuando tiene que hacer turno de noche y el regreso lo hace después de las 4:30 de la mañana. Aunque Quemchi es pequeño, y ella vive no tan retirada de la planta, confiesa, que le apremia la oscuridad y el andar sola de noche, pero sus hijas le dan el valor.

Por que esta operaria de salmones es también madre, mujer y fue esposa. Hoy separada, vive abocada al trabajo y a sus tres hijas de 20, 10 y 6 años. Por ellas, se esfuerza y acepta horas extras de trabajo en la planta, para ganar algo más y pagarles la educación, y así ofrecerles un futuro mejor, alejado del sector salmonícola, “quiero darles otro horizonte a mis hijas, no quiero que pasen su vida en la planta, que vivan el encierro, que pasen frío, hambre, dolor de huesos, que se impregnen de olor a pescado”, aclara.

Las palabras de esta mujer chilota de 38 años denotan el esfuerzo de una operaria del salmón que ha sentido en carne propia como se marchita su femineidad, estropeándola físicamente, deformando sus manos, tornando poco agraciado su cuerpo, hinchando sus pies, y quitándole la mayor parte del tiempo para vivir libre y compartir con su familia, “alejada de ese embriagador olor a pescado”, exclama.

Visiblemente cansada, espera con ansias en día en que dirá adiós a la planta de proceso de Mainstream, pero esto sólo ocurrirá cuando su hija mayor termine la carrera de asistente jurídico y pueda contribuir al hogar , “ por lo menos estaré en el salmón por dos años más” agrega alicaída. No quiere dejar más solas a sus hijas para ir a trabajar, son muchas horas de día y noche que pasa despinando y alistando filetes, “siento que he perdido parte de la vida en esta labor, siempre con la preocupación constante de dejar solas a mis hijas, asignándole una labor de mamá a mi hija mayor, que ella toma sin opción”, relata angustiada, porque nunca ha estado de acuerdo con que los hijos se críen y se asistan unos con otros, sin la presencia de la madre.

Pese a que reconoce que en la empresa Mainstream existe diálogo entre empleadores y trabajadores, y que a través de los sindicatos se han obtenido logros importantes que benefician a todos los empleados, el fantasma de realizar un trabajo duro mal remunerado por años, la acompaña sin tregua. Por ello, la sensación de que aún faltan muchas mejoras por lograr para los trabajadores, la siente a diario, “yo quisiera que todos los operarios estuvieran contentos, que fueran acogidas todas sus demandas, sin privilegiar sólo a los dirigentes, puesto que somos todos trabajadores con igualdad de derechos”, exclama.

Su inclinación por las causas justas y su lucha constante por el bienestar de la comunidad, la llevaron a formar parte del sindicado nº 2 planta proceso Maintream, bajo el cargo de secretaria general hace cuatro años, lidera a muchas mujeres y hombres que de día y noche trabajan para dar sustento a sus hogares, asimilando de buena manera las inclemencias de una labor repetitiva e ingrata que a muchos haría huir a la primera semana, con la ilusión de que un día el trabajo en las salmoneras se convertirá en una buena opción laboral para los chilotes.

sábado, 12 de enero de 2008

EL FLACO CAROZZI


Castro, calle Lillo esquina calle Blanco. 2007

En la década del ochenta calle Blanco aún abundaba en negocios de distintas clases; tiendas de ropa, tiendas de calzado, ferreterías, y oficinas. Los almacenes más surtidos aun permanecen en calle Lillo. Frente al desembarcadero de “ La Playa ”, en la remodelada plaza del mercado un enorme sacho de cemento parece un artefacto inútil. La gente en botes y lanchas viene desde lugares cercanos a vender sus productos en la feria de calle Lillo. En mesones de madera bajo un techo de planchas de zinc ofrecen sus hortalizas, zanahorias, trigo y otros productos. Allí se amontonan sacos de papas, rumas de cochayuyo, sacos de cholgas, y en el barro de la calle, entre el mar y las cocinerías, se estacionan los carretones a la sombra de una enorme bodega de lata que era el Mercado Municipal.

Uno de los carretoneros de esos años, era el “Flaco Carozzi” que vivía cerca de las Canteras, en Gamboa Alto, y desde lunes a sábado bajaba por el camino de las antenas, cruzaba el puente, y entraba a la ciudad conduciendo su carretón arrastrado por un desventurado caballo de trote lento. A duras penas bajaba por calle Blanco e iba a instalarse en la feria de calle Lillo, en las mañanas, y cerca del desembarcadero del final de calle Blanco, en las tardes.

A mediodía subía la cuesta con su carretón cargado de sacos de papas que habían comprado las dueñas de casa, y el “Flaco Carozzi” se encargaba de ir a dejar casa por casa; sin equivocarse de cual saco pertenecía a tal persona. Porque no era cosa de ir y llegar a tirar un saco de papas en la bodega de una casa. Las papas debían ser la misma que había comprado la dueña de casa; corahila, pie, lengua de vaca, chayaguana, chauque, natalina. Si se equivocaba al día siguiente en el desembarcadero el reclamo era a grito limpio. “Flaco de moledera, te equivocaste, y me diste un saco cambiao…”, y además de perder una clienta debía soportar las risas y burlas de los otros fleteros.Castro calle Lillo frente al Mercado Municipal. 2007

Los fines de semana, los días de fiestas patrias, glorias navales, día de la raza, y otros feriados, Alberto “Carozzi” Vargas los dedicaba a la afición de toda su vida: Las carreras de caballos. En los días de carreras se le veía apostando a las patas de los caballos; en la cancha del aeródromo, en Gamboa, en Quilquico, en el Parque Municipal, lanzando desafíos y buscando rivales que se atrevieran a correr contra su caballo que no ganaba nunca. Cierta vez que perdió por una distancia considerable, para consolarlo sus amistades le dijeron: “Si le hubieras dado dos guascazos más a tu caballo, es seguro que ganabas”.
En las carreras del Parque Municipal era infaltable “Carozzi” con su sombrero destartalado equilibrándose en su “cabeza de aguja”. Sobrenombre que lo sacaba de sus casillas. Se paseaba en su caballo calambriento, resaltando a gritos las bondades que no tenía. Amenazaba ganar levantando una caja de vino matapenquero, contrastando su larga figura huesuda contra el verde oscuro de los boscosos montes del horizonte lejano, parecía un Quijote cuyo yelmo de Manbrino era un arrugado sombrero viejo.
Se cuenta que cierta vez llegó hasta Queilen a hacer correr su malogrado caballo, y por esos lados también llegó un grupo de amigos y vecinos de Alberto “El Flaco Carozzi”, en Gamboa Alto. “Carozzi” emocionado hasta las lagrimas porque iban a verlo correr las amistades de su barrio; se abrazaba al “chueco” Miranda, diciéndole: “Apuesta tu casa hijo, apuesta tu refrigerador, tu tele, tu radio,… apuesta todo no mas que esta carrera la tengo ganá…”; y esos jóvenes, amigos y conocidos del “Flaco Carozzi” fueron los únicos testigos de una de las pocas carreras de caballos ganadas por Alberto Vargas que un año del noventa falleció en la indigencia, en el Hogar de Cristo.

Castro, calle El Tejar, bajada hacia la Pedro Montt, calle de palafitos. 2007

SE EMBARCAN LOS EMIGRANTES



Los emigrantes chilotes en los años cincuenta y sesenta viajaban a Magallanes en el Osorno, el Navarino, El Viña del Mar, y otros vapores.

Por Luis alberto Mancilla

A media mañana miro el puerto desde la bajada de Ramírez, un sendero serpenteando entre zarzamoras y espinillos, orillando una vertiente que nace de una ciénaga de quilántales, juncos y matas de maqui. En la bahía decenas de botes y lanchas van y vienen en torno del barco amarrado al muelle que es el escenario de un gran anfiteatro donde es posible presenciar distintas escenas, dramáticas algunas, risibles otras.

A media mañana cuando la brisa del sur lleva el olor del mar sobre la ciudad, parece que todo el pueblo ha bajado hasta el muelle. Pobres y ricos, ancianos y jóvenes, niños inquietos de pantalón corto y gorras con orejeras, tímidas mujeres encerradas en sus chales y rebozos. Vienen de uno y otro lado de la ciudad desde el norte en caballos delante de carretas cargadas de bultos, maletas de madera, baúles de mimbre, canastos con gallinas, sacos de papas, barriles; desde las islas del sur y de los pueblos de la costa llegan los botes a remos, las lanchas veleras, los chalupones calafateados con estopa de alerce y pintados con brea, en ellos viaja la familia para despedir al hijo, al sobrino al jefe de familia que se va para la Argentina , a las estancias de Tierra del Fuego, a las minas del Turbio, a la austral Punta Arenas. Se va junto con las comparsas que viajan a la esquila.

Los albañiles y zapateros, los sastres y peluqueros, los relojeros y rezadores de velorio, los empleados de las oficinas publicas, los dependientes de los almacenes, los carpinteros y los carboneros, los changueros de carretilla y los fleteros de carretón, las putas de los burdeles de calle los carrera, dejan sus oficios y se van al muelle en ese día memorable de despedir a quienes viajan a la Patagonia a ser esquiladores de ovejas, a diente y cuchillo capadores de corderos, triperos y matarifes en los frigoríficos, albañiles en las ciudades patagónicas, carpinteros en las estancias, amansadores de potros chucaros, troperos de una nube gris de ovejas y corderos. Una jauría de niños y adolescentes corre debajo del muelle buscando un intersticio entre los tablones para mirar los secretos escondidos bajo las faldas de las mujeres jóvenes, se gritan el color de los calzones y la espesura de los vellos de los pubis juveniles. El muelle es un lugar más animado y atrayente que un incendio o un partido de fútbol.

Iglesia de Castro ciudad capital de la provincia de Chiloé.

En un momento todos se empujan y estorban subiendo a la cubierta para visitar el barco. Asoman sus cabezas por las redondas ventanas de los camarotes, se aparecen como fantasmas asustados por la elegancia del comedor de los pasajeros de primera clase, olvidando los aromas a comida de la cocina se sumergen en la oscuridad de la sala de maquina, bajan y suben escaleras de metal, caminan entre una ruma de tarros vacíos, guaipes y trapos negros de aceite de motor. Todos ansiosos por mantener en sus recuerdos ese barco que en sus bodegas traga sacos de papas, bolsas de manzanas, tablones de alerce y estacas de ciprés, barriles de chicha, cajones con gallinas asomando sus cabezas por una malla de alambre, malolientes cerdos encerrados en cajones, nerviosos toros y novillos para las carnicerías de Punta Arenas.

Muelle de Punta Arenas a principios del siglo XX.

A la hora del almuerzo cuando las gaviotas espantadas por los ajetreos no se atreven a posarse en el agua y revolotean encima de las grúas y chimeneas del barco, vuelos nerviosos que se agregan a las despedidas. Desde cuando apareció el sol por las lomas de Quilquico los saludos musicales de radio Chiloé amontonan nombres y apellidos de isleños viajando al sur del sur. La voz de Libertad Lamarque pinta futuras nostalgias, Cuco Sánchez contra viento y marea grita a los cuatro vientos la machota virilidad de Juan Charrasqueado, la voz de Guadalupe del Carmen se aparece majestuosa, sus canciones junto a las de Antonio Aguilar se han repetido durante toda la mañana en la música que llena el aire saliendo desde las radio a pilas “National”, enfundadas en un poroso cuero color café, que pegada a la oreja mantienen los “maichiles” que se van por primera vez a la Patagonia. Eran jóvenes con rostros de autentica morenidad chilota y no más de quince o diecisiete años recién cumplidos que se iban a buscar la riqueza de la Ciudad de los Césares que escucharon decir se ubica al final de ese laberinto que son los canales australes. La familia se queda en silencio, lejos del alboroto que la gente hace en el muelle; permanecen callados escuchando: “Golfo de Penas que lejos que vas quedando, tus horizontes de mi se están alejando”.

viernes, 11 de enero de 2008

EL CHILOE DE FRANCISCO COLOANE

Por Francisco Coloane

Nací en la costa oriental de la isla grande de Chiloé, que protege con su base granítica de la cordillera de la Costa a las islas menores, desde el canal de Chacao hasta las bocas del Guafo. La vida de esta región está regulada por el flujo y reflujo oceánico que viene desde los cuernos de la luna y de lo que habrá más allá de los astros, y por las lluvias esparcidas con toda la rosa de los vientos. Llueve allá de mil formas, con cerrazones bramando huracanadas, copiosos llantos celestiales que traspasan el corazón de los vivos en comunicación con sus muertos, que reposan bajo los cementerios de conchales.
Mi infancia lejana se desarrolló entre dos islas del archipiélago de Chiloé, en la costa oriental de la isla grande y frente a la de Caucahué, que en huilliche quiere decir "lugar de gaviotas grandes". Entre las dos islas pasa el canal de Caucahué, formando un ángulo obtuso, en cuyo vértice está el puerto de Quemchi, que tenía poco más de quinientos habitantes cuando yo nací.
Al oriente del varadero, en "la tierra de la punta", en una casa construida sobre pilotes de madera alquitranados, mi madre, Humiliana Cárdenas Vera, campesina de Huite, hija de Feliciano Cárdenas y de Carmen Vera, me dio a luz a las cinco y media de la mañana, el 19 de julio de 1910. En esos días, mi padre, Juan Agustín Coloane Muñoz, andaba navegando de capitán de barco de cabotaje.
En la casa había una especie de puente de tablones para ir del comedor a la cocina. En la alta marea, el oleaje llegaba hasta debajo del dormitorio y así no demoré mucho en pasar del rumor de sus aguas al de las aguas del mar. Hasta hoy me acompañan el flujo y reflujo de esas mareas y sangres. La voz de mi madre y el rumor del mar arrullaron mi infancia. Los sigo amando y temiendo. De madrugada ella me gritaba siempre: "¡Panchito, arriba, está listo el bote!". Y yo me levantaba a regañadientes para tomar desayuno y embarcarme en un bote de color plomo, de cuatro bogas, hecho de tablas de ciprés y cuadernas de cachiguas, que nos llevaba al alto del estero de Tubildad. Allí teníamos siembras de trigo, papas, linaza y legumbres, y nuestros animales: algunos cientos de ovejas y unos cientos de vacunos.
En nuestro bote demorábamos cerca de una hora de Quemchi a Tubildad, según la corriente y el viento. Había que doblar el promontorio de Pinkén, extraña formación sedimentaria que penetra al mar como un angosto paredón selvático, con una abertura en el centro por donde se puede pasar en pleamar para acortar la navegación.
En lo alto del promontorio siempre había un martín pescador al acecho, que se desprendía de las tornasoladas bromelias como una saeta para zambullirse y emerger luego con un pejerrey o un róbalo en el pico. A veces una foca nos seguía como un perro cuando los remeros le silbaban. Los cahueles, como llaman allá a los delfines, bufaban saltando a nuestro derredor. Una vez ví uno blanco jugando con uno negro. Saltaban al aire, se daban vueltas y caían como tirabuzones. Esto ocurría en primavera.

Cerca de la playa de Tubildad había un gran banco de choros grandes, de los llamados "zapato" por su tamaño. Deteníamos a veces el bote y con una fisga, una vara de luma astillada en cuatro partes en su extremo, separadas las hendiduras con clavijas, ensartábamos los choros que queríamos. Los buzos acabaron después con este banco de gigantescos moluscos.
En lo alto de Tubildad teníamos una casa de madera de piso y medio, con dos miradores, uno de los cuales daba a un lago bordeado de bosques en sus extremos y con pampas suaves en sus costados. En la otra orilla se divisaban casas con arboledas de manzanos, humos y gentes con sus siembras y cosechas. Aquello para mí era un país lejano. El mío estaba en esta orilla, donde teníamos nuestros sembrados, que a veces los coipos venían a destrozar. Los perseguíamos con perros, les colocábamos trampas y hasta entrábamos a la laguna en un bongo para cazarlos, lo mismo que a buscar huevos de patos silvestres.
Al frente de nuestra casa, después del camino de entrada, mi madre cultivaba una huerta-jardín, donde había de todo, especialmente frutillas que vendía en el pueblo, grosellas y frambuesas. Mi padre había traído blancas costillas de ballena y vértebras que servían de asientos y mesas. Yo jugaba entre esas grandes osamentas sobre el césped y las flores, y me sentía como un Jonás, navegando por el vientre de un cetáceo. De allí tal vez provenga mi romanticismo por la caza de ballenas. Si hubiera sido poeta habría escrito un gran poema de un niño navegando por las profundidades de los mares y pasando de una ballena a otra como los astronautas en el espacio. Es curioso: dicen que la vida y el hombre vienen del mar, pero aunque aquel ya ha caminado por la luna, todavía no ha podido hacerlo por las grandes profundidades marinas.
Un vecino de Tubildad, puerto muy próximo a Quemchi, autóctono del lugar, me ha contado que la palabra viene de quenche, que quiere decir "gente de cabeza grande". El abogado Carlos Olguín, oriundo de Quemchi, en su trabajo sobre Instituciones políticas y administrativas de Chiloé en el siglo XVIII, nos cuenta que ella significaría "lugar de hombres sabios". Ojalá fuera así. Sin embargo, no hay que olvidar que todo ser humano, pueblo, etnia, raza o nación, se ha creído el ombligo del mundo, lo que ha llevado a los peores desastres de la humanidad. Quemchi no podría ser una excepción.

Salir a suplicar gente

Mi padre era un autodidacta del mar, como yo de la literatura. Solo que yo nunca pude usar la pluma como él su arpón. Me cuentan que primero anduvo en las "lobadas", como se dice allá en las cacerías de focas. Luego fue patrón de chalupas balleneras que pescaban para la factoría de Corral. Era la época en que se cazaba con el arpón de mano. Más tarde cazó el cetáceo con cañón arponero en la Yelcho, nave de la que fue capitán. Fue este mismo barco, adquirido por la Armada y al mando del piloto Pardo, el que salvó a Shakleton en la Antártida. De mis abuelos paternos, solo escuché hablar de la "abuela Muñoz" y de un tal "Pancho Yegua", que vivió sus últimos años en una casa solitaria.
Con el tiempo permanecíamos más en Tubildad que en Quemchi, yo montando ya a mi propio caballo, un mampato negro llamado Huaso. Con él me iba de Tubildad a Huite, a aprender las primeras letras a la escuela rural. Me acompañaba de a pie Virginia, hija de un inquilino, un poco mayor que yo.
En nuestros bolsones de loneta, Virginia y yo llevábamos la pizarra, el "lápiz de leche" (un lápiz de mina blanca que hacía las veces de tiza), con una pita amarrada al marco de madera, y el silabario Matte, cuya primera lección empezaba por OJO, ilustrada con un gran ojo de párpados abiertos sobre la palabra. Este ojo de pestañas negras me ha perseguido toda la vida: hermoso cuando lo veo en una niña, sombrío en una mujer, trizado en una vieja.
Mi abuelo Feliciano murió aplastado por un árbol que hacheaba en un bosque alto de su propiedad. Lo encontraron con el tronco sobre el pecho. Cada vez que visito el cementerio de Huite llego hasta su tumba, que siempre conserva un avellano como tratando de arrancarlo de sus raíces. Tantos derribó su hacha de leñador que "el que a hierro mata", a veces con el árbol de la vida muere. Por su edad debe haber calculado mal los últimos tres hachazos que se dan en el tronco al otro lado del corte y que determinan la dirección en que el hachero quiere que caiga el árbol.
¡Qué noches estas en que un niño por primera vez olfatea los rastros de lo que llaman muerte! Había escuchado músicas celestes y las imágenes religiosas con que mi madre y mi hermana decoraban sus habitaciones. En noches de tempestad junto a su brasero de cancagua, se acordaba de su marido y de su hijo que navegaban, rezaba por ellos; pero no dejaba de tomar su mate con sopaipillas. En el día de los muertos, plena primavera, la gente iba al cementerio portando coronas de siemprevivas, lianas que se arrastran como un llanto luminoso bajo el bosque, adornándolas con los dorados "zapatitos de la virgen" o la restallante y diabólica granada del sonrosado ciruelillo.
"Hay que salir a suplicar gente", decía mi madre cuando llegaba el tiempo de cosecha o de siembra. Se pagaban por estas labores ochenta centavos diarios, más tres comidas en la cocina de techo de paja que se levanta solitaria en el fondo del patio. Los trabajadores, pequeños propietarios, no tienen mucha necesidad de trabajar para otros y de allí lo de "suplicar". En verano llegaban de vacaciones mis hermanos Alberto y Claudina, ambos mayores que yo. Habían dejado el seminario y las monjas. Veo a Alberto guiando una yunta de bueyes para arar. Es una mancorna no bien amansada y se le viene encima. El boyero huye a las perdidas, dejando al hombre del arado batiéndose solo con los novillos encabritados. La gente se ríe burlonamente de mi hermano, y comenta que con sus altos estudios ya ha perdido la costumbre de arar con sus propios bueyes.
Claudina asistía cual toda señorita, con sus tejidos y bordados, y se sentaba en un extremo del trigal para "vigilar a la gente". Las echonas resonaban mientras tejía y yo correteaba en medio de los trabajadores. No me permitía entrar en su pieza decorada de santos e imágenes. Una vez me dijo que Dios estaba en todas partes y que si yo hacía algo malo desde el arrayán del patio me estaría observando para castigarme. Le contesté si me creía tonto; sin embargo, creo que debo haber usado una palabra más irreverente porque me dio un tapaboca y me echó escalera abajo.

Oía decir a menudo que la gente se iba para Argentina a buscar trabajo.
Una mañana desperté solitario en la pieza en la que dormía, junto a la de mis padres, en Tubildad. Llamé a mi madre y nadie me respondió. Solo el silencio. La casa estaba sola, vacía y habían cerrado la puerta con llave. Las ventanas son fijas. Me encuentro encerrado. Miro a través de los vidrios y grito. Nadie. Salgo al camino real y me voy caminando hacia el sol. En la lejanía aparece de pronto mi padre con algunos hombres de trabajo. Me pregunta para dónde voy. Le contesté que "para la Argentina". Me toma en sus brazos y viene conmigo de vuelta a casa. No puedo precisar la edad que tenía cuando por primera vez me fui a Argentina a buscar trabajo y tuve que volver en brazos. Como tampoco cuando le daba de comer al caballo Maule, un negro cariblanco de gran alzada comprado en Osorno, junto a mi pequeño Huaso. Ponía el manojo de avena en la trompa del grande y cuando este iba a dar la mascada, se lo pasaba al chico. De repente siento los dientes del Maule que rasgan mi cara. Corro a gritos, espantado por el dolor y la sangre. Las cicatrices de los dientes del caballo quedaron mucho tiempo marcadas en mi mejilla izquierda. A veces me sobo la cara como si aún las conservara; tal vez por eso me habré dejado barba. Mis padres se asustaron tanto como yo. Sin embargo, mi Rosa Millalonco más; pero después me dijo que el caballo podía haberme comido, y luego botarme como bosta en el pasto o entre los troncos, igualito que los excrementos del trauco, un hongo amarillo que después de la lluvia sale en los palos podridos.


Dios malo, Dios bueno
Del mar sacábamos calamares y pulpos grandes. Las pinucas las preparaba a la manera china, tostadas en las brasas. La famosa piedra puntuda es una verdadera baliza puesta por la naturaleza a la orilla norte del canal de Caucahué. Cilíndrica, terminando en cono, señala las grandes mareas cuando queda en seco. En sus alrededores, cubiertos de laminillas, huiros y sargazos, entre piedras de todo tamaño y trechos arenosos, tendíamos las lienzas con anzuelos y carnadas de holoturias. Había ostras, caracoles, pancoras y, en ciertas épocas, cangrejos grandes y amarillos que se pescan de noche con faroles y chonchones. Vienen hacia la luz y se cogen con la mano.
Una diabetes aguda desembarcó a mi padre a los 54 años de edad. Él murió el 11 de agosto. En tierra enflaqueció y envejeció rápidamente. Lo veo junto a un gran brasero y me pide que le traiga el diario. Me equivoco en la fecha o le traigo una revista de las que acostumbraba a leer, recostado en el sofá del costurero de mi madre. Se enoja y por primera vez me castiga en la cara con su ancha y ya enflaquecida mano. Solo otra vez me había pegado con cierta dureza. Lo recuerdo todavía. Fue cuando metí el dedo entre las valvas de una cholga puesta con otras en una vasija para el curanto. Gritos, llantos y la cholga colgando. Tomó una cuchara y dando con el revés en la concha la partió, liberándome de la tortura, mas, con la misma cuchara, me dio en la boca para que no siguiera llorando. Aprendí su lección y esa noche no lloré. Mi madre me despertó ese fatídico 11 de agosto de 1917, gritándome: "Levántese, el papá está muriéndose". Corrí a la pieza contigua y él alcanzó a tomarme de la mano. Con voz apagada me dijo: "Volvamos al mar". Su rostro ceniciento se inclinó hacia la pared y sus dedos se soltaron de los míos como si fueran la cabilla de un timón, dejándola a la deriva. Llovía torrencialmente; mi madre no llamó a nadie y se puso a llorar a solas con su muerto.
La lluvia tiene olores y colores como los frutos de los avellanos de la tierra en que nací, y lo que más recuerdo de esas lluvias de mi lejana infancia es su transparencia empozada en los charcos sobre el pasto después que ha pasado en temporal. Es como si se hubiera cuajado la mirada de Dios sobre la hierba. Un Dios bueno, el que me enseñara a amar mi madre desde la cuna, no así el Dios malo con que me amenazaba mi hermana Claudina, espiándome desde las hojas de los árboles para castigarme por lo que hacía o no hacía.
Hay veces en que despierto al borde de un abismo donde termina el mar de mi infancia; pero siempre encuentro a alguien a mi lado. O una música lejana que viene de mis islas, traída por el tamborileo de la lluvia sobre los techos del viento. Bajo esas aguas del tiempo y en el fondo de mí mismo, no veo otra cosa que un hombre, una mujer y un niño, jugando con un bote a orillas de nuestro mar interior de chilote, al cual le han puesto un mástil y un timón, esperando un soplo en la vela, para hacerse a la mar entre las islas.
Domingo, 24 de Octubre de 2004